Uno de los axiomas de las enseñanzas espirituales auténticas establece que el ser humano es un ser en construcción.
Sobre ello coinciden todas las corrientes iniciáticas en todo el planeta y en todos los tiempos.
No obstante, desde el surgimiento de la teoría evolutiva darwiniana se produjo un intenso y a veces acalorado debate sobre si el ser humano actual es el producto de un salto evolutivo procedente de los simios, o es una rama autónoma del árbol evolutivo, todo lo cual demostró una lectura sesgada de la obra de Darwin.
Como no podía ser de otro modo, el evolucionismo encontró una poderosa oposición del mundo religioso, espacialmente judeo-cristiano, pues obviamente si el hombre procediese del mono su creencia en que el hombre fue creado por su Dios hace unos pocos miles de años se viene abajo. Aún hoy buscan afanosamente las religiones cristianas refugio en el “modelo inteligente”.
Queda así de manifiesto que lo bueno de las creencias es que tienen una irrefrenable capacidad de sobrevivir a cualquier evento, si no en pos de la verdad, al menos para tranquilidad de sus creyentes. Por otra parte, cuanto más absurdos sean los postulados que sustentan esas creencias, con mayor facilidad se perpetúan, pues una creencia solo precisa de creyentes, y los creyentes no precisan razonamientos. Es más, el esfuerzo argumental por desmenuzar racionalmente una creencia para demostrar su falta de consistencia conduce inevitablemente a un reforzamiento de la creencia.
Las religiones por lo general no solicitan de sus fieles que comprendan, sino que crean. Es más, se oponen a cualquier tendencia interna de tipo filosófico, pues un desarrollo filosófico, por muy precario que sea, desemboca finalmente en un cuestionamiento que debilita o destruye las creencias.
Esta actitud está justificada por su lógica interna, y por ello nadie puede sentirse engañado cuando uno lee en el frontis de un monasterio “Líbrenos Dios del horrible pecado de pensar”.
Lo que, sin embargo, sí que es un engaño tenaz es que el mundo científico, que se las da de racional y que solo acepta las “evidencias”, persista recalcitrantemente en un entramado de creencias que de ninguna manera se sustentan en evidencias, y que se denominan eufemísticamente “hipótesis”, cuya refutación queda supeditada a que su creador sea previamente sometido al ostracismo por algún colega que plantee una nueva “hipótesis”, eso sí, más solemne.
¿Y qué método utiliza el mundo científico para mantener sus creencias? El mismo que el religioso. Por un lado un culto a sus autoridades, una descarada tendencia a hacer la vida imposible a quienes rebaten la teoría dominante, incluso a costa de que estos pierdan su trabajo o de no obtenerlo, y, lo que es más llamativo: una implacable negación de las evidencias que contrarresten la hipótesis establecida.
Un fenómeno bien conocido en el mundo religioso, que sustenta nuestro argumento, fue el descubrimiento en los Templos de Egipto de los bajorrelieves de Isis con su bebé Horus en brazos. Estos bajorrelieves, tallados muchos siglos antes de Cristo, demostraban que el mito cristiano no era sino un “copia y pega” de una tradición milenaria. ¿Qué si hizo? Destruir la evidencia.
Cualquiera que viaje a Egipto comprobará el ensañamiento con que se intentó destruir esos bajorrelieves para intentar, sin éxito, borrar una “evidencia” desestabilizante. Ante la constatación de unos y otros de que los libros y papiros son fácilmente “combustionables”, pero las piedras son reacias a ello, entonces se introdujo la nueva “creencia”: el diablo, con la intención de destruir el mensaje de Cristo, indujo la creación de esos bajorrelieves. Lo cual no deja de ser extremadamente halagador para un diablo inteligente estratega capaz de profetizar de forma mucho más exacta y rigurosa que los propios profetas divinos…
La ciencia, afortunadamente no llega a esos extremos, aunque probablemente hay científicos (digamos más bien pseudocientíficos titulados por prestigiosas universidades) que son capaces de vendernos la idea de que la peste bubónica en realidad no existió, sino que es una fábula creada por los laboratorios farmacéuticos para fomentar el uso de fármacos… Nos cuesta creer que el todopoderoso dios de las finanzas inspire a sus acólitos semejantes fábulas, para las que se requieren dotes imaginativas de las que usualmente carecen.
Dejando a un lado el sarcasmo, que nos permite mantener la sonrisa en medio de la tragedia, lo cierto es que, desde el punto de vista de la ciencia espiritual, el ser humano es un ser en construcción. En absoluto es un producto acabado, y por ello suple sus carencias y límites con creencias e hipótesis.
Lo que le falta al edificio humano es un nuevo piso: el poder del pensamiento superior que le permita una consciencia lúcida, que no esté sometida a los espejismos de las creencias ni a las ilusiones de la falsa racionalidad, implícitas en las numerosas hipótesis imperantes.
En un momento dado del pasado, al edificio del ser humano se le añadió un piso del que no disponía el hombre primitivo: el poder intelectual que le ha posibilitado la auto-consciencia. Pero ahora ha de serle añadido un piso más para albergar el poder del pensamiento espiritual.
Estos “añadidos” no se producen por “evolución”. Son literalmente “injertados”.
Seres humanos que ya disponen de ese poder del pensamiento superior se manifiestan en la cima cultural de una civilización y generan mediante su acción, por su palabra y pensamiento, el surgimiento de los enlaces necesarios para conectar la Mente universal con la mente del individuo. Los grandes filósofos en Grecia, la India, etc. los grandes instructores espirituales en torno a los cuales se construyó posteriormente un edificio religioso, no tenían la intención de crear iglesias, sino de aportar al “Templo Humano”, su cuerpo, las conexiones y los espacios necesarios para que algo superior pudiese establecerse en ellos.
Disponer de una corporeidad completa es lo que nos hace seres libres. Pues sólo cuando la percepción de lo de arriba y lo de abajo –lo espiritual y lo natural– es inequívoca, puede un ser humano decidir libremente y establecer su propio destino, decidir qué quiere ser y qué quiere hacer.
Para que un ser humano prosiga su auto-construcción es imprescindible, por tanto, crear un espacio interior en su mente. Y ese trabajo de creación de ese espacio consiste lisa y llanamente en demoler las creencias e hipótesis dominantes. Esa demolición debe ser llevada a cabo sin contemplaciones. Da igual que sea una sólida teoría científica o su antítesis en una sólida teoría conspirativa; da igual que sea una creencia religiosa o una devoción mística a uno de los muchos guías espirituales de la humanidad.
Todo, absolutamente todo debe ser pasado por el tamiz del escrutinio y discernimiento racional superior. Y sólo lo que se sostiene por intuición y percepción propias, y resiste el escrutinio sereno de la razón, debe ser invitado a ocupar un sitio en el espacio vacío creado en nuestra mente. Pero de ninguna forma permitir que el recién llegado se convierta en un mueble fijo en ese espacio. Pues debe interactuar con las siguientes constataciones y ver si funcionan en sintonía y juntas ofrecen una perspectiva más amplia y elevada.
Es un trabajo de albañilería espiritual muy exigente, pero extremadamente gratificante. Pues el crecimiento interior en la construcción del ser humano nuevo es lo más gozoso a lo que uno pueda entregarse. Naturalmente, tirar por la ventana muebles muy queridos, tal vez herencia de nuestros progenitores, nos ocasione mucho pesar. Ese pesar puede ser mitigado si en vez de tirarlos por la ventana los ofrecemos a quienes aún no tienen nada, siguiendo las conocidas palabras: “Si quieres avanzar (en la construcción del ser humano verdadero) da todo lo que tienes a los pobres, coge tu cruz (el pico y la pala) y sígueme.”
 
				 
        
        
        
		