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Escrito por: 11:55 am Artículos

Dos almas, dos vidas

La vida, en todas sus expresiones, desde las más simples a las más complejas, es la manifestación d…

La vida, en todas sus expresiones, desde las más simples a las más complejas, es la manifestación de una gran Inteligencia, una Inteligencia que fascina al observador atento.

En este mundo, la vida se abre paso a través de la superación de las dificultades, de la competencia por los recursos disponibles, en definitiva, a través de la lucha por la existencia, a veces verdaderamente descarnada. Y, sin embargo, a menudo también muestra una gran belleza en otros aspectos.

Como es sabido, a través de la evolución han ido surgiendo los diferentes reinos.

En la cima de la evolución encontramos al reino animal. Animal viene de ánima, es decir, alma, que a su vez es el soplo o aliento que insufla y dirige la vida. En los animales, esa alma o inteligencia vital es conocida como instinto.

Cuando observamos el comportamiento animal, guiado por el instinto, descubrimos que hasta las conductas más extrañas responden directamente a las leyes del equilibrio natural, en función de las condiciones que se dan en cada momento. Precisamente por eso, nunca se sobrepasan ciertos límites.

Lo que diferencia al género humano del resto de los animales – en cuyo reino estamos claramente incluidos como especie – es el pensamiento.

El pensamiento no ha eliminado al instinto en el ser humano, pero si lo comparamos con lo que ocurre en los animales, desde luego lo ha trastocado totalmente y, por supuesto, lo ha desbancado como principal factor dirigente de la vida.

Los seres vivos naturales estamos diseñados y programados fundamentalmente para dos cosas: mantenernos vivos – mientras esto sea posible – y reproducirnos, para perpetuar la especie.

Por ello, los deseos apuntan en primer lugar en esa dirección, y su satisfacción está asociada al placer. En cambio, todo lo que pone en peligro la existencia y la continuidad de la especie despierta dolor, ansiedad, agresividad, miedo.

En los animales, estos mecanismos son muy claramente observables porque actúan de manera directa a través del instinto.

En el ser humano la cosa se complica enormemente debido, precisamente, al pensamiento.

Gracias al pensamiento, el ser humano puede estudiar sus posibilidades y desarrollar planes y estrategias para crear condiciones favorables de vida a largo o muy largo plazo. Con el tiempo, el resultado es que ya no solo es posible satisfacer las necesidades básicas, sino mucho, muchísimo más.

El deseo meramente instintivo se desliza así fácilmente hacia la codicia, la cual ha demostrado no tener límites y, sobre todo, no contar mucho con las necesidades de los demás.

Es curioso comprobar que en los niños aparece muy pronto el sentido de propiedad, y su justificación primaria es el simple deseo (“¡es mío, yo lo quiero…!”).

Por el pensamiento, el deseo básico, instintivo, se ha amplificado y diversificado enormemente. Ya no se trata solo del deseo de todo tipo de cosas materiales, sino también de la búsqueda de cualquier experiencia que pueda proporcionarnos algún placer o satisfacción; por la cultura, el radio de acción del deseo se ha extendido además a ámbitos mucho más abstractos, como la propia imagen, el prestigio o la posición social y la capacidad de influencia o poder sobre otros. 

Con el pensamiento también es posible descubrir dificultades y prevenir peligros no evidentes a primera vista, y así poder prepararse contra todo lo que amenace nuestras posesiones materiales, culturales y morales. Pero esto también puede derivar fácilmente hacia una excesiva preocupación por peligros inexistentes o muy improbables.

Una frase atribuida a Mark Twain, en la que todos podemos vernos reflejados en alguna medida, lo ilustra muy bien: “Mi vida ha estado llena de innumerables desgracias, la mayor parte de las cuales nunca llegaron a suceder”.

Nuestras herramientas vitales como especie han surgido de la lucha por la existencia y eso nos condiciona enormemente.

 

«Todo esto no cuestiona la existencia del libre albedrío, pero sí lo sitúa en un territorio mucho más profundo y escurridizo.»

Se sabe, por ejemplo, que el estrés es el estado más contagioso que existe. Evolutivamente, esto tiene mucho sentido, porque detectar en otros una señal de peligro antes de esperar a ser informados puede ser de vital importancia. Pero, en nuestras sociedades modernas, esto deriva muchas veces en un estrés crónico de baja intensidad que nos va minando poco a poco.

El ser humano es, como muchos otros, un animal social (zoon politikón) y ello ha generado, de nuevo gracias al pensamiento, toda una cultura de normas y valores sociales de convivencia y organización social muy elaborados, que han moldeado también nuestra alma natural.

Con todos estos factores de fondo, nuestra alma o inteligencia natural evalúa constantemente la situación y, a cada momento, arroja un resultado que activa en nosotros cierta actitud y/o ciertos actos.

En los animales, ese proceso ocurre de manera muy directa, sin apenas interferencias. En el ser humano, el resultado de esas evaluaciones, mucho más complejas, tiene un reflejo en el pensamiento y a través de él se activan las funciones ejecutivas del cerebro en cierta dirección; por ejemplo, es diferente tratar con un superior, una amistad, un familiar, un desconocido, estar en la cola del súper, en el trabajo o sin nada que hacer…

El ser humano es un ser consciente, pero sobre todo es un ser autoconsciente, es decir, puede observar hasta cierto punto sus propios procesos internos, especialmente su propio pensamiento.

¿Quiere esto decir que el ser humano controla conscientemente todo lo que hace y a qué impulsos responde? ¿Sabe dónde se ha originado cada una de sus constantes deliberaciones mentales? ¿Sabe en cada momento si está ocupado con un simple razonamiento, o bien si ese razonamiento es el instrumento y el reflejo de un deseo, de una emoción, de un miedo, de una estrategia, o de una combinación de varios de esos elementos?

Desde la Neurociencia se ha estudiado el tema del libre albedrío y, a través de diversos experimentos y de mediciones muy precisas de la actividad cerebral, se ha comprobado que cuando una decisión aparece en nuestra parte consciente del cerebro, esa decisión se había producido hasta diez segundos antes en otras zonas y procesos no conscientes del cerebro. La única prerrogativa que parece quedarle a la consciencia una vez “aparece” la decisión consciente es tratar de anularla o modularla, si lo cree oportuno en función de las circunstancias.

Además, se ha comprobado que incluso cuando se manipula a alguien para que tome una decisión sin ser consciente de ello (o cuando esto ocurre por alguna enfermedad), al ser preguntado, rápidamente da una explicación de por qué ha tomado esa decisión, sin que ello se corresponda con la realidad.

Esto se ve también muy bien en esa variante de la magia y el ilusionismo llamada Mentalismo: con sus trucos, esos magos hackean literalmente nuestro cerebro y consiguen hacernos creer que hemos tomado tal o cual decisión libremente, y hasta la justificamos. 

Esto no debería extrañarnos. Tenemos un fuerte sesgo natural a favor de todo lo que es propio o sale de nosotros. En general, nos encanta que nuestras ideas y opiniones sean aplaudidas y tenidas en cuenta, que se nos dé la razón y que las cosas se hagan a nuestra manera; y, para nuestros actos, siempre tenemos a mano una buena explicación o justificación (“a lo hecho, pecho”, dice el refrán popular).

Todo esto no cuestiona la existencia del libre albedrío, pero sí lo sitúa en un territorio mucho más profundo y escurridizo. 

«¿Cómo explicar esa aspiración a perdurar y a conectar conscientemente con algo más grande que nosotros, algo universal?»

A menudo se comprueba que solo los acontecimientos muy potentes provocan verdaderos cambios en la vida de las personas, en su escala profunda de valores y prioridades, y en sus prejuicios, de manera que así cambia también sustancialmente esa evaluación cuasi automática que nuestra inteligencia natural presenta a cada momento a nuestra consciencia, junto con la correspondiente actitud o decisión ya “precocinada”.

Pero, ¿es esto todo? ¿A nuestra consciencia llega solamente lo que nos presenta nuestra alma natural, con sus intereses y su cultura, o emerge algo más mezclado entre todo ello, algo de otra calidad y procedencia?

Muchos estamos convencidos de que así es.

¿Cómo explicar, si no, que seres frágiles y perecederos como nosotros podamos imaginar con nuestro pensamiento valores e ideas trascendentes? ¿Cómo explicar esa aspiración a perdurar y a conectar conscientemente con algo más grande que nosotros, algo universal?

Esto lo encontramos por todas partes y en todos los tiempos.

El escritor austriaco Peter Handke, Premio Nobel de Literatura, escribió un poema titulado “Cuando el niño era niño”, en el que de manera muy bella parece hablar de una conexión primigenia que de niños tenemos con todo y todos, y que con el tiempo se va difuminando.

En una parte dice: “¿Cómo es posible que yo, el que yo soy, no fuera antes de existir, y que un día yo, el que yo soy, ya no seré más este que soy?”

¿No es este el eco de otra vida, de otra inteligencia, de otra alma que trata de aflorar en nosotros?

Al leer estas palabras – u otras parecidas -, ¿no surge la intuición de que algo en nosotros ya era antes de ser quienes somos ahora y de que seguirá siendo cuando dejemos de ser?

¿Están en lo cierto las enseñanzas de la reencarnación que nos anuncian una especie de interminable “día de la marmota”, hasta que hayamos aprendido ciertas lecciones, o hasta que descubramos qué o quién es ese que en nosotros perdura por siempre?

Un gran trabajador espiritual del siglo pasado dijo en cierta ocasión: “Lo último que el ser humano descubre es a sí mismo”.

Y, sin embargo, el ser humano siempre ha estado acompañado en este viaje de autodescubrimiento por grandes guías y trabajadores espirituales para orientarle y ayudarle a descubrir y a hacer lo que nadie más puede hacer en su lugar.

De ahí el “conócete a ti mismo”, es decir, “descubre tus dos naturalezas, tus dos almas, conócelas bien y coloca a continuación lo primero en primer lugar, y el resto en su justa relación con ello”.

«Hay en nosotros dos naturalezas, dos almas, dos inteligencias que nos hacen vivir dos vidas, las cuales a veces nos desgarran

Y así se nos ha intentado mostrar que esa otra naturaleza en nosotros, la naturaleza espiritual, es la primera y la que está destinada a ser la verdadera guía de nuestra existencia.

Sus valores y motivaciones, sin embargo, son muy diferentes a los del alma natural, tanto que suenan extraños, pasados de moda y hasta infantiles cuando se intentan poner en palabras: esa otra alma en nosotros no defiende nunca lo suyo, no quiere imponer nada, no quiere nunca ser la primera, sino que solo aspira a respirar libremente en el gran Aliento Universal, en unidad con todas las demás almas, y a ofrecer inmediatamente, de la mejor manera posible, todos los tesoros que allí descubre.

Pero hay un problema: el alma natural, que tiene bajo su control casi todos los mecanismos y resortes de la vida, no comprende estos valores, le son extraños, y por ello los rechaza o, a lo sumo, los adapta a su nivel para seguir siendo el factor dirigente en nuestra vida.

En principio, eso es algo esperable, debido a la gran inercia de nuestra alma natural, pero a la larga no es solución, es como hacerse trampas a uno mismo jugando al solitario.

Por ello, en las enseñanzas espirituales, además de conocerse a sí mismo, se habla de “vencerse a sí mismo” en un combate singular y heroico: en y con la inspiración y la energía de esa otra alma en nosotros, nuestra consciencia puede hacer que todos los esfuerzos de nuestra alma natural cambien de dirección, eligiendo un modo de vida que hay que ir descubriendo y que, respetando la dignidad personal y las obligaciones sociales, haga aflorar y crecer a nuestra alma espiritual y recorrer los caminos que nos muestre.

El foco de esa otra alma, de esa inteligencia espiritual, se sitúa siempre en el corazón, pero al orientar y abrir la consciencia a ese foco, se manifiesta poco a poco también en la cabeza como una Razón superior, que guía al pensamiento de una manera nueva y le muestra territorios inexplorados de la manifestación universal.

Solo así despierta el verdadero Ser Humano, el verdadero Manas, el pensador.

Hay en nosotros dos naturalezas, dos almas, dos inteligencias que nos hacen vivir dos vidas, las cuales a veces nos desgarran. Pero somos un solo ser y por eso es legítimo aspirar a fundirlo todo hasta lograr una unidad armoniosa y fructífera.

¿No es este el verdadero salto evolutivo ante el que estamos colocados como especie, una especie surgida de la Naturaleza, pero profundamente emparentada con el Espíritu?

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