Actualmente, el mundo cambia a tal velocidad que prácticamente no nos da tiempo de estar al día de casi nada. Cada vez se hace más evidente la distancia que existe entre la vida y las experiencias que ha vivido una generación y la siguiente.
Si nos “despistamos” un momento, cuando volvemos a mirar, muchas cosas han cambiado y nos sorprendemos de lo poco que han durado las anteriores. Y esto en todos los ámbitos de nuestra vida, lo que a veces hace difícil el desenvolverse en este mundo que entre todos hemos complicado tanto.
Todo esto tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por un lado, nos mantiene siempre en una renovación constante, aunque a veces resulte extenuante; y por otro, nos tiene demasiado tiempo ocupados con las “actualizaciones” que debemos ir haciendo en todos los ámbitos.
Una consecuencia muy común es que se crea un abismo entre generaciones, ya que tanto los medios como el lenguaje empiezan a no parecerse.
¿Qué significa de verdad ser joven o viejo? ¿Qué es lo que vemos que nos hace catalogar a las personas en uno u otro grupo? ¿Solo los años que figuran en su carnet, su aspecto físico, las experiencias acumuladas? ¿O tal vez las vidas que intuimos que tiene ya vividas?
¿Qué es lo que nos hace conectar con alguien, independientemente de la edad o situación vital que tenga?
La mayor parte del tiempo nos miramos y nos juzgamos unos a otros solo por lo que ven nuestros ojos, y creemos que con una sola mirada podemos entender la vida y el comportamiento de los demás y, por supuesto, resolver sus problemas con más facilidad y más acertadamente.
«Tal vez la trampa comienza cuando nos identificamos solamente con la personalidad que vemos cuando nos miramos al espejo.»
Si somos mayores, apelamos a nuestra larga vida para imponer a otros los resultados de nuestra supuesta sabiduría adquirida por la experiencia. Y si somos jóvenes, creemos que lo que vamos descubriendo es totalmente original y nuevo para todos, y no nos planteamos que otros hayan podido transitar por los mismos paisajes mucho antes que nosotros.
Cuando somos jóvenes, ¡nos sobran las energías, la ilusión, las capacidades están a tope! Tenemos la arrogancia propia del que cree que todo es posible y que basta con que queramos algo para conseguirlo si ponemos el empeño suficiente.
Pero quizás nos falta la experiencia que nos da el fracaso, la falta de energía, incluso el hastío de haber pasado por situaciones similares una y otra vez, y tener que empezar de nuevo, cada vez con menos ganas y menos fuerzas…
Y, cuando nos vamos haciendo mayores, nos creemos que ya nadie puede enseñarnos nada, que los resultados de una sola vida, en ocasiones intensa y rica en experiencias, nos capacitan para todo. Y que no necesitamos que nadie nos venga a hacer dudar de lo que tenemos como verdades inamovibles. Y, por supuesto, mucho menos alguien más joven.
Pero en todo esto nos seguimos quedando solo en lo más superficial.
¿Y si todo esto fuera en realidad solo una trampa?
Tal vez la trampa comienza cuando nos identificamos solamente con la personalidad que vemos, cuando nos miramos al espejo y con la que interactuamos con los demás, con aquello que creemos que somos, o que nos hacen creer que somos.
«Si el alma es eterna y nuestra vida actual supone solo un mínimo tiempo dentro de lo que significa la existencia de dicha alma […]»
Todos conocemos alguna persona cuya excepcionalidad nos ha impactado en algún momento. Personas en apariencia normales, pero que tienen una dimensión personal que nos asombra, y cuya madurez no puede explicarse con las experiencias o vivencias de una sola vida. Personas que parecen tener mucho vivido desde antes de nacer, y que son jóvenes pero viejos a la vez.
Si pudiéramos ir un poco más allá y pensar que somos algo más que un cuerpo físico que camina hacia su tumba desde que nace hasta que muere; si pudiéramos identificarnos con la esencia, que ya existía antes y que seguirá su camino después de que depositemos el vestido que llamamos cuerpo físico y que nos permite transitar por esta vida; entonces ¿qué edad tendríamos en realidad?, ¿qué edad tiene nuestra alma?
Esta pregunta nos puede llevar a plantearnos qué hacemos aquí, cómo hemos llegado hasta el momento actual de nuestra existencia, de dónde venimos, a dónde vamos… Y así llegamos a las preguntas clásicas que han llevado a la humanidad a avanzar hacia el autoconocimiento verdadero.
Si el alma es eterna y nuestra vida actual supone solo un mínimo tiempo dentro de lo que significa la existencia de dicha alma, ¿qué importancia tiene entonces los años que tenemos o los que tengan los demás?
En realidad, lo que se va haciendo viejo es nuestra personalidad, nuestro cuerpo físico, y eso nos puede hacer sentir que todo se va acabando.
Pero, si pusiéramos la atención en el objetivo que tiene nuestra vida, si también pudiéramos identificarnos con esa alma que no está limitada por el tiempo y el espacio, quizás todo se relativizaría.
« […] algún día encontraremos la manera de trascender esta dimensión tridimensional y limitada. »
Y podríamos entonces enfocar la vida de una forma más coherente con ese objetivo y quizás encontrar también lugares de entendimiento y colaboración entre generaciones. Si lo pensamos un poco, tenemos mucho que ofrecernos unos a otros. Pero para eso tenemos que salir de nuestro propio mundo y ver a los demás.
Si buscáramos la colaboración para llegar todos más allá de lo que podríamos llegar poniendo barreras entre nosotros, podríamos tal vez sorprendernos de lo que podemos aprender los unos de los otros.
Y, en general, ¿qué pasaría si todas las divisiones y segregaciones que hacemos cada día con todo tipo de excusas dejarán de tener importancia? ¿Si dejáramos de poner etiquetas a todo y a todos?
Quizás se abrirían nuevas perspectivas que podrían ofrecer un panorama más amplio. Mientras tanto, toca seguir rodando, acumulando experiencias de todo tipo, pero intentando buscar la forma de salir de los lugares comunes.
Y tal vez algún día encontraremos la manera de trascender esta dimensión tridimensional y limitada.